David Ben Gurión, “Vision and Redemption”, 1958, reimpreso en Zionist Background Papers: The Land of Israel in Jewish History, American Zionist Youth Foundation, Nueva York, 1969, http://www.bjpa.org/Publications/downloadFile.cfm?FileID=19026
Este es el décimo año tras el renacimiento del Estado judío en nuestra antigua tierra natal. En nuestros días, hemos visto a varias naciones emerger del cautiverio hacia la libertad, en Europa, en Asia y en África. India, Birmania, Ceilán y otros países obtuvieron su independencia casi al mismo tiempo que el Estado de Israel. Pero todo el mundo sabe cuál es la diferencia fundamental entre la creación de Israel y la de aquellos países. Las naciones de India, Birmania y Ceilán han vivido desde siempre en sus propios territorios, solo que, durante ciertos períodos, cayeron bajo el dominio de conquistadores extranjeros, pero una vez que se deshicieron de sus invasores, volvieron a ser independientes. La historia de Israel fue diferente. La creación de Israel tampoco se parece a la de los Estados Unidos, Canadá, Australia o los países latinoamericanos, ya que estos países fueron redescubiertos por viajeros conquistadores de España, Portugal y Gran Bretaña. Las metrópolis europeas enviaron emigrantes que se asentaron, y una vez que los colonizadores llegaron a un cierto grado de desarrollo, se separaron de la metrópolis por la fuerza o por medio de un acuerdo y tomaron las riendas de sus asuntos. El nacimiento de Israel, al igual que la supervivencia de Israel en el exilio, es un fenómeno único en la historia mundial y puede arrojar luz sobre el misterio de la supervivencia en el exilio de este pueblo.
El Estado judío fue revivido en un período en el que la Casa de Israel en la diáspora no era tan incondicional ni estaba tan unida a su fe como lo había estado doscientos años antes; ni en la observancia de las leyes y los mandamientos ni en la “idea religiosa”, en la que el profesor Kaufmann ve el secreto de la supervivencia del judaísmo. No hay duda, sin embargo, de que sin las fuerzas que preservaron el judaísmo en la diáspora, no habríamos logrado el renacimiento de Israel. Israel no fue revivido por una potencia conquistadora asentándose en estas tierras, ni tampoco por una nación esclavizada en su propia tierra librándose del yugo extranjero; en los inicios de nuestro renacimiento había una visión.
El Estado de Israel se creó en un territorio que había sido habitado por árabes durante 1400 años, y está rodeado al sur, al este y al norte por países árabes. La propia tierra de Israel en sí fue destruida y empobrecida, y el estándar de vida era más bajo que el de los países de donde provenían los judíos que comenzaron a reconstruirla. A finales de 1918, cuando terminó la Primera Guerra Mundial, había menos de 60 000 judíos en este territorio, es decir, menos del 10 por ciento de sus habitantes no judíos. Aun así, en esta tierra, fue creado en nuestros días el Estado judío. Lo segundo que ocurrió también es singular: la lengua hebrea, que el pueblo parecía haber abandonado durante dos mil años, revivió, y se convirtió en la lengua de la comunicación, la vida y la literatura, y del renacido Estado de Israel. Nada similar ha ocurrido jamás en la historia de las lenguas. Sabemos del esfuerzo tremendo que la República de Irlanda ha dedicado durante décadas para revivir la lengua gaélica, y sin embargo todos esos esfuerzos han fracasado por completo, a pesar de que los irlandeses han vivido en su tierra todo este tiempo; esa nación, que no se ha librado del todo de su odio profundo hacia los ingleses, que los gobernaron durante tanto tiempo, sigue hablando inglés. Pero un tercer suceso extraordinario ha ocurrido en Israel: en este país, los judíos han transformado de raíz su vida económica y han adoptado las labores manuales y el trabajo de la tierra.
Entonces, ¿cuál es la explicación de este extraordinario fenómeno político y cultural que no tiene parangón en la historia humana?
La visión mesiánica de la redención, el profundo apego espiritual a la antigua tierra natal de Israel y al hebreo, idioma en el que está escrito el Libro de los libros, fueron los orígenes inquebrantables y profundos que los hijos dispersos de Israel en la diáspora obtuvieron de cientos de años de fortaleza espiritual y moral para resistir todas las dificultades del exilio y sobrevivir hasta la llegada de la redención nacional.
Quien no entienda que la visión mesiánica de la redención es central para la singularidad de nuestro pueblo no podrá comprender la verdad elemental de la historia judía ni el fundamento de la fe judía. Las transformaciones políticas y espirituales que ha atravesado el pueblo judío a lo largo de miles de años han afectado las características y la expresión de esta visión. El pueblo judío no ha adoptado la misma forma en todos los períodos, del mismo modo en que el judaísmo en conjunto ha adoptado diferentes formas en diferentes momentos. Sin embargo, a pesar de todos estos cambios, se preservó la semilla interior, una semilla cuya primera germinación podemos apreciar en el Estado de Israel.
En la conciencia del pueblo judío había elementos nacionales, distintivos y especiales, indisolublemente combinados, limitados al pueblo judío; y elementos humanos, cósmicos, que están por fuera de cualquier marco nacional, o incluso humano, porque comprenden el universo entero. La expresión suprema de esta combinación fue la visión mesiánica de la redención; los maestros y profetas del pueblo aspiraban a consumar una redención nacional en la Tierra Prometida, pero esta aspiración no se limitaba al pueblo judío, sino que traía noticias de paz, justicia e igualdad para todos los pueblos; noticias de una redención absoluta para la humanidad y el fin de toda crueldad y tiranía en el mundo entero.
En la visión mesiánica de la redención se tejía un vínculo orgánico entre la redención nacional judía y la redención de toda la humanidad. La necesidad interna de esta combinación se comprende plenamente en nuestros días. En esta generación, más que en cualquier otro período de la historia de la humanidad, las naciones son interdependientes, y ni siquiera las naciones más poderosas de todas pueden salvaguardar su soberanía, su seguridad y su paz sin tener vínculos con otras naciones. Por más que el mundo esté en un estado de división y desintegración, sigue siendo un solo mundo; y a pesar de los numerosos y amargos conflictos, su unidad y su unificación se están fortaleciendo con los logros de la ciencia y la tecnología y los medios modernos de comunicación, que eliminan las distancias. Por lo tanto, la redención de nuestro pueblo es imposible; y su paz y seguridad no pueden salvaguardarse sin la redención del mundo en su totalidad, sin alcanzar la paz general internacional y a menos que se establezcan la paz y la igualdad entre las naciones. Por este motivo, los profetas y maestros de Israel no solo prometieron la redención, sino que exigieron que su pueblo fuera un pueblo elegido. El profeta Isaías denunció a su pueblo implacablemente, como hombre que estaba obligado a la verdad, y predijo la destrucción de la crueldad y la tiranía del mundo y la exaltación de todos los hombres, cuando afirmó: “Castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad; también pondré fin a la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los despiadados. Haré al mortal más escaso que el oro puro, y a la humanidad más que el oro de Ofir” (xiii,11-12). De todos modos, él creía en la gran misión de su pueblo y dijo en nombre de Dios: “Yo soy el Señor, en justicia te he llamado; te sostendré por la mano y por ti velaré, y te pondré como pacto para el pueblo”.
Estos dos motivos –la visión de la redención y el pueblo elegido– se repiten en los libros de la Biblia y la literatura apócrifa, en la Mishná y el Midrash, en las plegarias judías y en la poesía hebrea. Incluso el más grande de los filósofos judíos, que pareció alejarse de su pueblo después de ser excomulgado por la comunidad de Ámsterdam, que negó la tradición religiosa y sentó las bases para la crítica de la Biblia en base al razonamiento y la lógica, expresó en su Tratado teológico político, hace trecientos años, su absoluta confianza en que llegaría el día en que el pueblo judío restablecería su Estado y Dios lo volvería a elegir. En otras palabras, en el renacimiento de su soberanía nacional, el pueblo judío volvería a ser un pueblo elegido que mostraría el camino al mundo. Los hombres que tuvieron la visión del Estado judío en el siglo XIX, Moses Hess y Theodor Herzl, también creían que sería un Estado moral.
Naturalmente, mientras que las comunidades judías estuvieron inmersas en la vida religiosa, tanto la visión de redención como la idea del pueblo elegido, así como el apego a la Tierra, también adoptaron características religiosas. La historia actual ha demostrado que ni la visión de la redención ni el apego a la Tierra ni el hebreo están supeditados a la adhesión a la tradición y la ley religiosa. En la construcción y la defensa del Estado judío, los judíos religiosos y los librepensadores participaron con la misma devoción; y la oposición al trabajo del asentamiento, que dio lugar a la creación del Estado, llegó con gran fuerza tanto de los círculos ortodoxos como de los no religiosos.
Los primeros vieron en los intentos de establecer el Estado por medios naturales una divergencia peligrosa de la fe tradicional en la llegada del Mesías, mientras que los últimos vieron en el retorno a la antigua tierra natal un peligro para la emancipación y la posición social de los judíos en la diáspora. Aunque las inquietudes de ambos no estaban del todo infundadas, el renacimiento de Israel despertó alegría y orgullo en todos los sectores del pueblo judío, dondequiera que se encontraran; y aparte de la oposición de los dos extremos –Neturei Karta y los comunistas–, no había judío en el mundo que no recibiera con entusiasmo la creación del Estado.
A fin de entender la función del Estado en la historia judía de aquí en adelante, es necesario debatir los otros cambios que modificaron radicalmente la naturaleza del pueblo judío en la primera mitad de este siglo, antes de la creación del Estado.
A comienzos del siglo XX, había diez millones y medio de judíos en el mundo. Más del 80 por ciento de estos (8 673 000) estaba concentrado en Europa, y menos del 10 por ciento vivía en el continente americano: alrededor de un millón en los Estados Unidos y unos 50 000 en el resto de los países del Nuevo Mundo. En esa época, unos 700 000 judíos vivían en Asia y en África, y unos 55 000 en la Tierra de Israel. Antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el pueblo judío estaba conformado por unos 16 500 000, y aunque hasta ese momento varios millones habían emigrado a otros continentes, la gran mayoría, casi nueve millones de personas, vivían en Europa. La comunidad judía europea, en especial la de Europa Oriental, había sido durante los tres siglos anteriores la madre de todas las comunidades judías: albergaba los centros de aprendizaje, de ella surgió el movimiento para la emancipación, y allí nacieron la Haskalá y las literaturas modernas en yidis y hebreo. En su seno, floreció la Jüdische Wissenschaft, a partir de allí se desarrolló el movimiento Hovevei Sion (Amantes de Sion) y el movimiento de los trabajadores judíos, y cuando se organizó el primer Congreso Sionista a finales del siglo XIX, gracias al creador del sionismo político, el Dr. Theodor Herzl, la comunidad judía europea fue la parte principal, la fortaleza y el apoyo del movimiento sionista.
En el movimiento sionista, debemos hacer distinción entre las fuentes antiguas, casi tan antiguas como el propio pueblo judío, y las nuevas circunstancias y factores que nacieron en la era moderna en Europa durante el siglo XIX y en los comienzos del siglo XX. Estas fuentes antiguas tienen un apego espiritual profundo a la tierra natal antigua y la esperanza mesiánica. Sus inicios están ligados a la vida del primer hebreo (Abraham), a quien, según indica la tradición, se le hizo la promesa: “Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra de tus peregrinaciones, toda la tierra de Canaán como posesión perpetua”. No fueron ni Herzl, ni Hess, ni siquiera Baruch Spinoza, quienes inventaron la idea del Estado judío. Durante miles de años, los judíos rezaron tres veces al día: “Haz sonar el gran Shofar para nuestra libertad, iza el estandarte para la reunión de nuestros exiliados. Y reúnenos juntos pronto, desde los confines a nuestra tierra, y que nuestros ojos contemplen tu retorno a Sion con misericordia”. Las olas esporádicas de inmigración de distintos países, las visitas de emisarios de Palestina a distintas partes de la diáspora, los movimientos mesiánicos que surgieron ocasionalmente desde el período posterior a la destrucción del Templo hasta el siglo XVIII: todos fueron una expresión real y concreta del apego y el anhelo por la tierra natal, y las esperanzas que palpitaban en los corazones del pueblo por la salvación y la redención nacional. Hasta el comienzo de la emancipación en el siglo XIX, todos los judíos, dondequiera que estuvieran, sabían que los sitios en los que residían eran solamente un exilio temporal, y ni siquiera se les ocurría que formaban parte de los pueblos entre los que vivían, al igual que a los pueblos mismos. Esta sensación de ser extranjero perduró en la comunidad judía de Europa Oriental hasta el último minuto. Los judíos de Rusia, Polonia, Rumania y los Balcanes siempre supieron que eran una minoría en una tierra extranjera y, en la década de 1880, comenzó una emigración masiva desde los países del Este de Europa hacia otros continentes.
Esta sensación de ser extranjeros, que se expresaba en la palabra “galut”, existió en todas las generaciones posteriores a la destrucción del Segundo Templo. La fe judía, la esperanza mesiánica y el sentimiento de superioridad moral permitieron que los judíos superaran todos los problemas, persecuciones y sufrimientos que sufrieron en la mayoría de los países y en la mayoría de los períodos históricos. En esta capacidad de resistir la presión externa, había una especie de gran heroísmo moral, pero era un heroísmo pasivo, ya que estaba acompañado de una entrega al destino y de un sentimiento de impotencia. La anhelada redención debería llegar por medios sobrenaturales.
El movimiento moderno de redención
Los acontecimientos revolucionarios del siglo XIX, los movimientos de renacimiento nacional que surgieron en varios países europeos y aspiraban a la unificación e independencia (en Italia, Alemania, Polonia y los Balcanes), el despertar de la clase trabajadora para luchar por un nuevo sistema social, la emigración masiva desde Europa hacia otros continentes: estos fenómenos abrieron un nuevo camino para la visión mesiánica de la redención, levantaron la frente de los judíos, fortalecieron su conciencia de su propio valor y posición, y revelaron las posibilidades de redención que estaban latentes en la emigración judía. Creció la fe en la capacidad de los judíos de rebelarse contra su destino, de usar su propia fortaleza para librarse de los lazos del exilio, de acercar la redención a través de medios naturales mediante un esfuerzo de asentamiento planificado. Apareció un nuevo fenómeno que cambió el curso de la historia judía, un fenómeno que llamamos halutziut (pionerismo): la capacidad de acción revolucionaria y creativa que pone en práctica las facultades humanas para la realización de un ideal sin retroceder ante ninguna dificultad o peligro, que activa todos los poderes físicos y espirituales y que lucha con cada gramo de energía por el objetivo de la redención. Esta fe creativa y activa fue en un principio la herencia de unos pocos, pero el ejemplo de vida de aquellos que comenzaron a trabajar en la puesta en práctica lentamente influyó en cientos, miles y, más tarde, decenas de miles, y el ímpetu de la halutziut transformó a Hovevei Sion y al movimiento sionista en fuerzas históricas.
Los fenómenos pioneros también estuvieron presentes en los siglos anteriores; en la época de Don José Nasi en el siglo XVI, en la época de la inmigración a la Tierra de Israel del rabino Judá he-Hasid (Judá el Piadoso) y sus compañeros en los inicios del siglo XVII, y en la época del rabino Hayim Abulafia a mediados del siglo XVIII. Sin embargo, estos fueron fenómenos esporádicos que no continuaron; hasta el último cuarto del siglo XIX, el espíritu pionero no encendió la llama, creció y reunió fuerzas incesantemente hasta que surgió como una columna de fuego e iluminó el camino a los hijos fieles del pueblo judío en todas partes de la diáspora para crear el Estado judío.
Sin la guía de un ideal social, que también nació en el siglo XIX, el ímpetu pionero habría perdido su camino y desperdiciado sus esfuerzos y el Estado judío no habría sido creado: este era el ideal de que el trabajo es la base para lograr una vida nacional sana. Los judíos en la diáspora no solo vivían en el exilio y dependían de las decisiones ajenas, sino que la estructura de su vida económica y social era distinta de la de cualquier otro pueblo independiente que viviera en su propia tierra y controlara su destino. Los judíos no poseían tierras ni eran empleados en las ramas principales de la economía de las que depende la existencia de una nación para ser autosuficiente. Sin un retorno masivo a la tierra y al trabajo, sin la transformación de la estructura económica y social del pueblo judío en la Tierra de Israel, nunca habríamos llegado a un Estado judío. Es imposible concebir un Estado en el que la mayoría de los habitantes no trabajan la tierra ni realizan las tareas necesarias para su supervivencia económica.
La sensación de ser extranjeros, ya fuera como una reacción al antisemitismo que había en Europa Central y Occidental o como resultado de la conciencia de un tipo de judío específico y la ausencia de un vínculo tradicional con la nación gentil y su cultura, como en Europa Oriental, el ejemplo de los movimientos de liberación social y nacional, y el reconocimiento del valor del trabajo como la base principal para la vida nacional eran puntos en común de grandes partes de la comunidad judía europea, y casi exclusivamente de la comunidad judía europea. Fue allí donde surgió el movimiento pionero que transformó la aspiración de tantas generaciones en un acto de realización diaria; fue este movimiento el que sentó las bases para el Estado judío, el acontecimiento más maravilloso de la vida del pueblo judío desde las conquistas de Josué, hijo de Nun.
Pero durante los veintiocho años que transcurrieron entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el fin de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad judía europea recibió la visita de dos catástrofes horrorosas: un tercio de la comunidad judía de Europa Oriental había sido aislada a la fuerza de la comunidad judía mundial unos cuarenta años antes, al final de la Primera Guerra Mundial, por el régimen bolchevique en Rusia; y aproximadamente dos tercios fueron masacrados por los carniceros nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Fue un desastre doble, sin precedente siquiera en la historia de nuestro pueblo, que nos visitó durante la primera mitad de este siglo, antes de la creación del Estado. Solo escasos fragmentos de la comunidad judía europea quedaron en libertad, y el período de la comunidad judía europea en la vida del pueblo judío llegó a su fin, para nunca regresar. Sin embargo, en la segunda mitad de este siglo, hubo un nuevo cambio, uno fructífero y beneficioso, en el crecimiento del gran centro judío de los Estados Unidos de América, que pasó de estar conformado por un millón de judíos a principios de siglo a más de cinco millones hoy en día. Y no fue solo un crecimiento cuantitativo; en el país más destacado del Nuevo Mundo crecía un centro judío como nunca se vio en la diáspora, por su riqueza, influencia y poder, por la capacidad espiritual y política. Y esta comunidad judía, que en un principio se había considerado una “colonia” espiritual de la comunidad judía europea, se ha convertido hoy en una metrópolis cultural, material y política de la comunidad judía de la diáspora. Allí surgió un gran movimiento obrero, aunque ahora se esté reduciendo ya que la segunda y tercera generación de inmigrantes se inclinan por el comercio, la industria y las profesiones libres. Allí surgieron centros importantes de becas judías, universidades judías y academias para maestros y rabinos; allí la sensación de exilio y de ser extranjeros se debilitaron y desaparecieron por completo, y aunque la ideología de asimilación no arraigó en la comunidad judía estadounidense, la asimilación en la práctica –en la lengua, la cultura, los modales, la economía y la vida política– está en constante crecimiento. Los judíos de los Estados Unidos, incluidos los sionistas entre ellos, se ven como parte del pueblo estadounidense a la vez que se consideran una comunidad judía; sus corazones están pendientes de toda causa judía y su ayuda material y política para la construcción del yishuv y la creación del Estado han sido de un valor incalculable.
Cuando nació el Estado judío a mediados de 1948, el carácter, el estatus, la distribución y las condiciones de vida del pueblo judío eran completamente diferentes a las de finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX.
El Estado: un nuevo capítulo
El nacimiento de Israel inauguró un nuevo capítulo no solo en la historia del país sino en la historia de los judíos en conjunto; hizo que todos los judíos tuvieran la frente en alto dondequiera que vivieran. En el curso de unos pocos años, redimió a cientos de miles de judíos de la pobreza y el deterioro en el exilio, y los transformó en judíos creativos, orgullosos, en los constructores y defensores de su país; vertió esperanza nueva en los corazones de los judíos indefensos y silenciados del bloque soviético; reveló la capacidad extraordinaria de los judíos para tener éxito en todas las esferas del trabajo humano creativo; revivió el heroísmo judío; garantizó que cada judío gozara de libertad de movimiento en la tierra en la que viviera, gozara de la oportunidad de vivir en su tierra natal independiente, si así lo deseara, y de este modo garantizar en potencia, si no en la práctica, una vida de independencia para todo el pueblo judío. En la escena internacional apareció una nación judía libre, con los mismos derechos que el resto de la familia de naciones. No sorprende que todos los sectores del pueblo judío en la diáspora –tanto si se consideraban sionistas o no sionistas, ortodoxos o no religiosos, tanto si vivían en tierras de prosperidad y libertad o en tierras de pobreza y esclavitud– recibieran el nacimiento del Estado con amor y orgullo, y que el Estado se convirtiera en la columna central sobre la que hoy descansa la unidad de la comunidad judía de la diáspora. Pero no seamos demasiado confiados. La visión de la redención creó el Estado, pero este todavía está lejos de la realización de la visión.
El Estado ha resuelto una serie de problemas, pero también ha creado otros nuevos. La soberanía judía permite que un judío que vive en Israel pueda moldear su vida como lo desee, según sus necesidades y valores, siendo fiel únicamente a su espíritu, su herencia histórica, su visión de futuro. En Israel, la barrera entre el judío y el humano ha desaparecido. Los judíos en su propio Estado ya no están sujetos a dos autoridades opuestas y conflictivas: por un lado, la autoridad del pueblo gentil en todos los asuntos sociales, políticos y económicos, y en la mayoría de las cuestiones culturales y espirituales, como ciudadanos y sujetos de un Estado con una mayoría no judía (o incluso antijudía); y por el otro, su propia autoridad en el único rincón pequeño y pobre que se alimenta solo del pasado, en el que funcionan como miembros de la fe mosaica o del pueblo judío en el mundo. Israel ha restablecido, para aquellos que habitan en su seno, su integridad como judíos y seres humanos; la autoridad judía soberana cubre todas las necesidades, actos y aspiraciones del hombre en Israel. En Israel, la fisura profunda, que en la diáspora dividía y todavía divide las vidas y las almas de los judíos, se ha cerrado; esa fisura que empobrecía tanto al hombre en el judío como al judío en el hombre. Nuestras vidas han vuelto a ser, como en los tiempos de la Biblia, una unidad completa de existencia y experiencia, que adopta en un marco judío todos los contenidos de la vida del hombre y del pueblo, todos sus actos, necesidades, aspiraciones, cuidados, problemas y esperanzas.
En Israel, no solo se han creado el campo judío, el mar judío, la carretera judía, la fábrica judía, el laboratorio judío, la investigación y la ciencia judías, que se ocupan de todo lo que hay en el mundo y no solo con la Jüdische Wissenschaft, sino que también han surgido las fuerzas armadas judías y la vida política judía; y la literatura, la poesía y el arte judíos vuelven a inspirarse en todas las fuentes vivas y naturales que nos alimentan. Esta autoridad plena y única hace que todo lo humano sea judío y que todo lo judío sea humano. Solamente aquí, donde nos hemos convertido en ciudadanos libres del Estado de Israel, nos hemos convertido en ciudadanos del mundo con los mismos derechos, ciudadanos que deben adoptar una postura propia ante todos los problemas del mundo y las relaciones entre naciones. Esta soberanía también acarrea grandes responsabilidades que los judíos de todo el mundo hemos desconocido durante muchos siglos: tenemos plena responsabilidad de nuestro destino y nuestro futuro, y tenemos que pagar un precio alto por esta responsabilidad.
En esta ocasión, no me adentraré en los problemas políticos y económicos de Israel, pero debo tratar sus problemas internos y sus vínculos con la comunidad judía mundial. Solo diré algunas palabras acerca del fatídico y decisivo problema político de Israel, el problema de la seguridad. La solución a este problema no reside en la organización de un ejército de primera línea, y que nadie piense que estoy menospreciando el valor de las Fuerzas de Defensa de Israel. La supervivencia y la paz del Estado de Israel estarán protegidas única y exclusivamente por una cosa: la inmigración a gran escala. Para proteger su seguridad, el Estado necesita sumar al menos dos millones de judíos durante el próximo período.
Las dos leyes supremas del Estado
Este Estado ha sido creado por la fortaleza de todo el pueblo judío, y no solo la del pueblo judío que vive en nuestra generación; no me cabe duda de que todas las generaciones han participado en el logro enorme y extraordinario de nuestro tiempo: el Estado ha sido creado para todo el pueblo judío. Pero, en la práctica, los habitantes del Estado son solamente 1 700 000, alrededor del 14 por ciento del pueblo judío. Por este motivo, el Estado apenas se considera un comienzo. El Estado de Israel tiene dos objetivos centrales que se establecieron en la Declaración de Independencia y en dos leyes especiales, que, aunque no han sido denominadas leyes básicas, considero leyes supremas del Estado de Israel, destinadas a iluminar a las futuras generaciones. Hasta que estas leyes se hayan implementado plenamente, el trabajo del Estado de Israel no estará completo. La primera es la Ley del Retorno, cuyo objetivo es la reunión de los exiliados. Esta ley decreta que no es el Estado el que otorga a los judíos su derecho a fijar su residencia en Israel, sino que es su derecho por el hecho de ser judíos, si desean unirse a la población del país. En Israel, los ciudadanos judíos no tienen más privilegios que aquellos que no son judíos. En la Declaración de Independencia, establecimos que “El Estado de Israel asegurará la completa igualdad de derechos políticos y sociales a todos sus habitantes sin diferencia de credo, raza o sexo”, pero el Estado ve el derecho de los judíos a retornar a la Tierra de Israel como algo previo a su fundación y que se origina en el vínculo histórico que todavía perdura entre los judíos y su antigua tierra natal. La Ley del Retorno no es como las leyes de inmigración que existen en otros países, que establecen las condiciones para recibir inmigrantes del exterior, la Ley del Retorno es la ley de la permanencia histórica y la continuidad del vínculo entre la tierra y nuestro pueblo, establece el principio de Estado por el cual el Estado de Israel se ha restablecido.
Durante los pocos años de existencia del Estado, han regresado a Israel comunidades exiliadas enteras de Asia, Europa y América, pero todavía estamos en el comienzo del proceso de reunión de los exiliados.
Hay comunidades judías que desearían venir pero no se lo permiten. Hay comunidades judías que tienen este permiso, pero no el deseo. Pero no existe una sola comunidad judía en el mundo que no envíe judíos a Israel, ya sean pocos o muchos. Las dos fuerzas activas del proceso de Aliá antes del nacimiento del Estado –el sufrimiento y la visión de redención– ahora se ven reforzadas por el atractivo poder de Israel, su libertad e independencia, y su ímpetu creativo. Solo el futuro dirá qué sectores de nuestro pueblo regresan a su tierra natal, pero estamos seguros de que los millones de judíos que anhelan venir a Israel, y que por décadas se han visto privados de su derecho a hacerlo, finalmente vendrán.
La segunda ley determina la dirección social del Estado y el carácter al que aspiramos para el pueblo de Israel, y está contenida dentro de la Ley de Educación Estatal. El segundo párrafo de esta ley dice: “El objetivo de la educación estatal es basar la educación primaria en los valores de Israel y los logros de la ciencia; en el amor a la tierra natal y la devoción al Estado de Israel y al pueblo judío; a la capacitación en el trabajo artesanal y agrícola; a la implementación del pionerismo; a luchar por una sociedad construida en base a la libertad, la igualdad, la tolerancia, la ayuda mutua y el amor a la humanidad”. Esta ley establece las ideas principales para convertirnos en un pueblo modelo y en un Estado modelo, y afirma nuestro vínculo inquebrantable con el pueblo judío en todo el mundo. Nuestro objetivo histórico es ser una sociedad judía que se construye basándose en la libertad, la igualdad, la tolerancia, la ayuda mutua y el amor a la humanidad, en otras palabras, una sociedad sin explotación, sin discriminación, sin esclavitud, sin el hombre que tiene poder sobre el hombre, sin la violación de la conciencia y sin tiranía. Esta ley también expresa nuestra aspiración a desarrollar una cultura construida en base a los valores del judaísmo y los logros de la ciencia. Y la ley exige devoción no solo al Estado sino también al pueblo judío.
Tanto a esta ley como a la Ley del Retorno todavía les falta para llegar a su estado de realización completa; por el momento, son solo indicadores en función de los cuales el Estado desea, y está obligado, a ser guiado, de modo que pueda sobrevivir y alcanzar su meta histórica.
No podemos jactarnos de que el pueblo de Israel sea hoy un pueblo modelo, aunque en nuestro breve período de independencia quizás hemos progresado relativamente más que cualquier otro país en un período similar. Nuestra sociedad está lejos de ser perfecta y necesita reformas. Tampoco podemos felicitarnos creyendo que por haber sumado un millón de judíos a nuestra población tras el nacimiento del Estado hayamos logrado reunión de los exiliados. Pero trataré de describir brevemente tanto la necesidad histórica de convertir este país en un Estado modelo como las condiciones que tenemos que lograr para alcanzar semejante ideal, además de la necesidad y las perspectivas para traer la mayor cantidad de exiliados posible.
El aliado fiel de Israel
Israel tiene un único aliado fiel en el mundo: el pueblo judío. Israel es el único país del mundo que no tiene “parientes” desde el punto de vista de la religión, la lengua, el origen o la cultura, como los que poseen los pueblos escandinavos, los angloparlantes, los árabes, los católicos, los budistas, etc. Somos un pueblo que vive solo. Nuestros vecinos más cercanos, tanto desde el punto de vista geográfico como de la raza y la lengua, son nuestros enemigos más resentidos, y temo que no se reconciliarán con nuestra existencia y nuestro crecimiento prontamente. El único aliado leal que tenemos es el pueblo judío. No hay duda de que sectores considerables de la comunidad judía diseminada por el mundo se nos unirán en un futuro cercano: tanto los judíos de los países islámicos como los judíos de Europa, además de un número importante de las comunidades judías de los países prósperos. Pero existió una diáspora judía en los inicios, ya en los tiempos del Primer Templo, que precedió al exilio babilónico: esta diáspora estaba en Egipto. Durante el período del Segundo Templo la diáspora creció, y es difícil imaginar que la tercera mancomunidad absorberá a toda la diáspora del presente. La supervivencia de la comunidad judía en el futuro es inconcebible sin el Estado de Israel y un apego interno a este. Pero la supervivencia del Estado también es inconcebible sin una sociedad leal entre este y todas las comunidades judías de la diáspora. Sin una iluminación moral, cultural y política que salga de Israel hacia todos los sectores de la diáspora, esta unión puede verse debilitada. La Guerra de Independencia y la campaña del Sinaí despertaron el orgullo judío y elevaron la posición de los judíos entre el pueblo judío y el mundo entero. Pero el Estado de Israel no se creó para ser un Esparta judío, y no es su heroísmo militar el que ganará la admiración de su pueblo.
Solo siendo una nación modelo, de la que todo judío, dondequiera que esté, pueda estar orgulloso, preservaremos el amor del pueblo judío y su lealtad a Israel. Tampoco nuestra posición en el mundo será definida por nuestra riqueza material ni por nuestro heroísmo militar, sino por el brillo de nuestros logros, nuestra cultura y nuestra sociedad; y solo mediante estas conseguiremos la amistad de las naciones. Y aunque no nos faltan sombras –la mayoría de mucho peso en nuestras vidas actuales–, tenemos motivos suficientes para creer que poseemos lo necesario para ser un pueblo modelo. Y ya es posible nombrar tres elementos que existen hoy en Israel y que denotan las capacidades morales e intelectuales latentes en nuestro pueblo: los asentamientos agrícolas (kibutz), las Fuerzas de Defensa de Israel y nuestros hombres de ciencia, investigación, literatura y arte, que, en cuanto a cantidad relativa y alta calidad, son comparables con los de cualquier otro pueblo del mundo.
Los asentamientos agrícolas han marcado nuevos caminos hacia una sociedad construida en base a la libertad, la igualdad y la ayuda mutua que no tiene parangón en ningún otro país, ni en el Este ni en el Oeste. Las Fuerzas de Defensa de Israel no son solo un instrumento leal y eficaz, sino también un marco educativo que eleva los estándares humanos, derriba las barreras comunitarias y otorga a la juventud de Israel confianza en sí misma, responsabilidad para con la comunidad y visión de futuro.
Y, aunque en los pocos años de independencia soberana nos hemos visto obligados a invertir enormes recursos en defensa, la absorción de inmigrantes y la construcción de nuestra economía, y deberemos seguir haciéndolo durante muchos años, hemos logrado crear instituciones de investigación, ciencia y desarrollo, literatura y arte a un nivel tan alto como el de la mayoría de los países desarrollados.
No soy de los que caen en la crítica destructiva de la ciencia, como si la ley de la causalidad hubiera sido anulada y estuviera en duda la existencia de la materia, y el menoscabo de la ciencia hubiera restablecido nuestra fe en el milagro de la revelación. Soy uno de los “conservadores”. Einstein, como será recordado, siguió creyendo en la ley de la causalidad incluso después de que se formulara la teoría cuántica. Y en mi humilde opinión, si me lo permiten, la materia no ha sido anulada, sino que se han revelado la identidad de la materia y de la energía. Podría decirse que, en cierto modo, la dualidad de la materia ha sido desglosada por la ciencia, y nosotros todavía permanecemos en los lazos de la experiencia y el reino de las leyes materiales. La ciencia, sin embargo, no dice al hombre qué camino escoger en la vida, ya que la ciencia está más allá del bien y del mal. Sin valores religiosos, morales o espirituales, el hombre no posee una guía confiable en la vida, y la raza humana no posee más valores exaltados que aquellos que nos legaron, a nosotros y al mundo, los profetas de Israel.
Del mismo modo en que no debemos menospreciar las enormes dificultades a las que se enfrenta Israel en las esferas económica y política, tampoco debemos ignorar las dificultades morales que se desparraman en nuestro camino: los hábitos de la vida de la diáspora, la falta de capacidad política y educación, nuestra fragmentación excesiva, nuestro partidismo exagerado, el menoscabo de la tradición, las dificultades de absorción, la influencia de periódicos y libros inferiores, internos y externos, y los numerosos delitos entre inmigrantes que no se han integrado y la juventud israelí, que ha perdido los valores sociales y espirituales. No consolidaremos nuestro prestigio nacional y nuestra seguridad en un día, ni lograremos la independencia económica sin dificultades y ciertamente no nos convertiremos en un pueblo modelo sin esfuerzo constante y lucha social. También existe una influencia mutua entre nuestra posición económica y nuestro estatus político por un lado, y nuestra capacidad de avance social y espiritual por el otro. La materia y el espíritu no son dos reinos separados. La creación del cuerpo y del alma son dependientes la una de la otra. Nos espera un esfuerzo difícil y prolongado en todas las esferas: económica, política, social y cultural. Pero la historia del pueblo judío en todas las épocas, y la capacidad que se ha demostrado desde la creación del Estado de Israel, la extraordinaria transformación que se ha logrado entre cientos de miles de inmigrantes en un breve espacio temporal: todas estas pueden fortalecer nuestra fe en que al final lograremos nuestro objetivo, aunque mucho depende de la actitud, la cooperación y la voluntad de la diáspora.
La diáspora de hoy
Ahora nos vemos frente a una diáspora judía que es radicalmente diferente de la que había hace cincuenta años. Los dos centros más importantes y más grandes de la comunidad judía en la diáspora están en los Estados Unidos y la Unión Soviética. La mayor parte de la comunidad judía de los países musulmanes ya está en Israel, y puede suponerse que buena parte del resto también vendrá en los próximos años. La comunidad judía estadounidense no se parece a ninguna otra comunidad judía que hayamos conocido en nuestra historia, desde la comunidad judía babilónica en la antigüedad hasta la comunidad judía rusa en los tiempos de los zares. La comunidad judía estadounidense creció en libertad e igualdad y vive rodeada de otros que, como ellos, son descendientes de inmigrantes. Solo en un aspecto se parece al resto de las comunidades judías en la diáspora: su estructura económica y social es distinta de la de la mayoría de los estadounidenses. Los judíos de Estados Unidos pertenecen cada vez más a las clases media y alta; la cantidad de granjeros es casi nula y la de trabajadores disminuye constantemente. Los judíos se ven absorbidos por el comercio, la industria y las profesiones libres, y están haciendo un gran progreso material en estas vocaciones. Cómo afectará esto su situación y la postura de la mayoría, el tiempo dirá.
En el resto de los aspectos, no hay diferencias entre judíos y no judíos. No existe una ideología de asimilación entre los judíos estadounidenses, pero ha habido un aumento de la asimilación en la práctica, aunque esta asimilación no implica el rechazo del judaísmo. Sin embargo, este judaísmo cuenta con bases escasas y débiles. Existe un aumento de la adoración religiosa, pero es dudoso si esta supone una mayor conciencia religiosa. La participación en una sinagoga o templo no equivale al apego a la ley tradicional o a los valores espirituales de los profetas de Israel. No hay diferencia entre los miembros de los organismos que pertenecen a la Organización Sionista y los que no pertenecen. En los Estados Unidos, el sionismo no se basa en la conciencia del exilio y de la condición de extranjeros, y en la voluntad y la necesidad de regresar a Sion. Toda comparación entre el destino de la comunidad judía europea y la estadounidense, para bien o para mal, carece de fundamento. Nada impide que los judíos de los Estados Unidos conserven su judaísmo y su vínculo con Sion, pero al mismo tiempo no existen obligaciones internas o externas para hacerlo. Todo pronóstico científico que se base en la necesidad histórica –si es que son posibles los pronósticos científicos en la historia– podría ser refutado. Los debates abstractos sobre el futuro de la comunidad judía en los Estados Unidos son más bien inútiles, pero debemos debatir sobre qué hay que hacer para salvaguardar su futuro de acuerdo con nuestras necesidades y aspiraciones.
La posición de la comunidad judía en el bloque soviético, y en especial en la Unión Soviética, es diferente. Durante unos cuarenta años, la comunidad judía ha sido condenada a la desintegración por un régimen totalitario y hostil. La generación que ha crecido bajo el Gobierno bolchevique no puede recibir educación judía y ha sido separada a la fuerza de su tradición histórica y sus lazos con el pueblo judío y la Tierra de Israel. No pueden leer ni escribir ni en hebreo ni en yidis. Está prohibido abandonar Rusia. Y si no hubiera sido por el nacimiento de Israel, tarde o temprano se hubiera visto condenada a la desaparición, en el sentido judío.
Pero ni siquiera los regímenes totalitarios están exentos de cambios y fluctuaciones. Contrario a la teoría de autodeterminación declarada para todos los pueblos de la Unión Soviética, los judíos, aunque oficialmente pertenecen a una nacionalidad judía, no gozan de ese derecho. El experimento de Birobidzhán fue un fracaso absoluto, y aunque el antisemitismo está prohibido por ley, no ha cesado ni se ha debilitado. Este hecho, en la misma medida que la existencia del Estado de Israel, alienta y fortalece los sentimientos judíos aunque bajo las condiciones del régimen comunista no posean una expresión cultural u organizada. El problema de los judíos en Rusia es cada vez más problemático, incluso para los rusos, y es posible que, en última instancia, y quizás hasta en los próximos años, lleguen a la única solución real: abrir las puertas para permitir la Aliá de los judíos a Israel. Según información fiable, el número de judíos en Rusia está entre los tres y los tres millones y medio. Si se abren las puertas, puede suponerse que al menos la mitad de la comunidad judía rusa vendrá a Israel, y el Estado de Israel y todo el pueblo judío deben prepararse para esta posibilidad, que implica tanto dificultades enormes como perspectivas beneficiosas, que todavía desconocemos, para la nación y el futuro de todo nuestro pueblo.
Aunque el 80 por ciento de los judíos de la diáspora esté concentrado en las dos potencias mundiales, no debemos descuidar a las comunidades judías en los otros países prósperos, en Europa Occidental, Canadá, América Latina, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda. Las condiciones de estos países no son idénticas a las de los Estados Unidos, pero existe un gran parecido. Respecto a este tema, tampoco tiene sentido dedicarse a pronósticos abstractos. Con lo que nos tenemos que ocupar es con los métodos de trabajo y los medios para profundizar la conciencia de la misión y la unidad judías. En mi opinión, estos métodos se componen de tres partes:
1. La educación hebrea, el lugar central en que se llevará a cabo el estudio del Libro de los Libros.
2. La intensificación del vínculo personal con Israel en todas sus formas: las visitas; las inversiones de capital; la educación de los niños, la juventud y los estudiantes universitarios en Israel durante períodos de tiempo más cortos o más largos; la formación para los mejores jóvenes e intelectuales para que se adapten y unan a los constructores y defensores del país.
3. La profundización del apego a la visión mesiánica de la redención, que es la visión de la redención judía y humana celebrada por los profetas de Israel.
Estos tres elementos son el denominador común que puede unir a los judíos religiosos, ortodoxos, conservadores, reformistas y librepensadores, y darle significado, propósito y sentido a los judíos, incluso a aquellos que no se unan al proceso de reunión de los exiliados. Estos tres elementos son los que pueden servir como lazo moral y cultural entre los judíos de la diáspora e Israel. El apego a la cultura hebrea y, antes que nada al Libro de los Libros, a Israel, y a la visión mesiánica de la redención, tanto la redención judía como la humana; es decir, el cordón triple que puede unir y vincular a todos los sectores del mundo judío, de todos los partidos y de todas las comunidades y, si lo deseamos, que nunca se quebrará.