Desde los pactos bíblicos, los judíos se han aferrado a la creencia en un solo Dios, un lazo inquebrantable con la Tierra de Israel. Desde sus inicios, la identidad judía siempre ha estado ligada a los compromisos mutuos entre Dios y el pueblo. Estos incluían el vivir en la Tierra de Israel, la promesa de Dios de convertirlos en una “gran nación”, concederles un nombre y ser una bendición para otras naciones de la tierra. Para el cumplimiento de aquellas promesas, los judíos tuvieron que mantener un cierto comportamiento, en especial cumplir con las normas, los rituales, las costumbres, etc. El conocimiento de la Tora (la Biblia) y la halajá (la tradición oral que encierra todos los aspectos de la vida judía) eran elementos fundamentales de la identidad judía. Ambos se originaron antes de la Era Común (AEC). El estudio de la Tora incluía una educación para los jóvenes en la que la importancia de Sion, o la Tierra de Israel, se reconocía como una parte integral de la identidad judía. En los Salmos está escrito: “Por los ríos de Babilonia, allí donde nos sentábamos y llorábamos cuando recordábamos a Sion”.
Los judíos evolucionaron como pueblo debido a sus leyes, sus experiencias comunes a través de la historia y a causa de lo que otros les hicieron por ser judíos. Después de peregrinar por el desierto bajo el liderazgo de Moisés, los judíos fundaron su estado y construyeron su templo para hacer de él un centro desde donde se difundían sus creencias. Luego, fue destruido en el año 586 AEC, reconstruido nuevamente y destruido otra vez en el año 70 EC. Se establecieron y destruyeron dos Estados judíos. Desde que los romanos los desplazaran de la Tierra de Israel, los judíos lucharon por aferrarse a su creencia fundamental en el monoteísmo, el shabat y las normas fundamentales de comportamiento. El estudio de la Tora, el cumplimiento de sus preceptos y el apego continuo a la importancia de los acontecimientos del ciclo de vida fueron los cimientos internos para mantener el espíritu de comunidad. A través de las oraciones mantuvieron sus lazos con la tierra ancestral. Incluso, su calendario religioso se estableció en función de los días festivos y de ayuno según se celebraban en Eretz Israel (la Tierra de Israel). Independiente de si vivían en Bagdad, Berlín o Budapest, los judíos leían la Tora, conservaban sus costumbres, observaban las normas y mantenían vivo el anhelo de regresar a Sion, la Tierra de Israel.
Dondequiera que vivían, los judíos siempre conformaban una minoría. Esa realidad demográfica constante tenía un efecto sobre su vida y, en especial en sus relaciones con los no judíos. Por no contar con derechos o privilegios establecidos o protegidos, con frecuencia eran víctimas del abuso físico a manos de califas, funcionarios de la iglesia, zares, reyes, papas, personajes destacados, sultanes y teólogos, entre otros. Se los castigaba sistemáticamente por su insistencia colectiva en adherirse a sus creencias (muchos no judíos llamaban a esto obstinación) y por no acoger la fe de la mayoría, fuera esta cristiana o musulmana. No era inusual que a los judíos se los acusara de ser responsables de la muerte de Cristo, los malos tiempos económicos, de provocar las plagas y las enfermedades. Morir en defensa de la práctica del judaísmo no era una situación excepcional. En los buenos tiempos, a los judíos se los toleraba; en los malos, se los perseguía. La existencia de los judíos con frecuencia estaba rodeada de ansiedad e incertidumbre. Las comunidades judías siempre especulaban sobre si el próximo autócrata sería mejor o peor que el actual. La protección de su vida y propiedad siempre estaba en manos de un poderoso autócrata no judío. Cuando era posible, los judíos buscaban que un gobernante de la región en la que vivían les otorgara derechos limitados, y en ocasiones lo lograban.
Algunas veces estos acuerdos, pactos o cartas eran el resultado de negociaciones mutuas; otras, eran simples imposiciones. Estos acuerdos, que en ocasiones eran por escrito y en otras eran implícitos, establecían los límites de los derechos civiles de los judíos, las profesiones que podían o no ejercer, las restricciones en cuanto a las zonas que podían habitar y su capacidad de poseer bienes. Los judíos pretendían con estos acuerdos con los autócratas “comprar tiempo” hasta que las condiciones sociales y políticas mejoraran; claro está que esto a veces no ocurría. Durante la vida de gobernantes como Fernando e Isabel de España, a finales del siglo XV, hubo un cambio precipitado en su situación, en la que pasaron de ser aceptados con tolerancia a ser gravemente perseguidos. En el caso de España, después de su expulsión anunciada, las opciones de los judíos incluyeron la conversión voluntaria o forzada al catolicismo, la práctica secreta del judaísmo, la muerte por negarse a aceptar los decretos en su contra o el huir de España a otras zonas de Europa o la región mediterránea. Asimismo, en las regiones musulmanas, los califas y sultanes impusieron restricciones a la práctica del judaísmo. Los judíos soportaron siglos de vida precaria, en la que las incertidumbres físicas, sociales y económicas eran tan previsibles como la llegada del shabat al final de cada semana. No podían cambiar su condición de minoría, no obstante, buscaban la manera de minimizar su vulnerabilidad.
A lo largo de Europa Oriental y Occidental, África del Norte y el Medio Oriente, los judíos existieron como una comunidad que luchaba por sobrevivir. Se preocuparon por cumplir con los acontecimientos del ciclo de vida judío, educaron a los suyos, se impusieron el pago de impuestos para satisfacer necesidades comunitarias e hicieron los ajustes necesarios en su vida diaria sin sacrificar sus creencias fundamentales. Con algunas excepciones notables que se presentaron con el transcurso del tiempo, la vida para los judíos que vivían en el Imperio otomano, a lo largo de África del Norte y el Medio Oriente, era en general más tolerable que en Europa Occidental y Oriental. En Bagdad, Damasco, El Cairo, Estambul, Fez y en otras regiones del Imperio otomano donde existían comunidades judías pequeñas y grandes, los judíos prosperaban en el ámbito comercial, tenían acceso a la educación y en ocasiones eran consejeros y ministros en entornos árabes y musulmanes. Muchos judíos que se asentaron en regiones donde se extendió el Imperio otomano eran considerados una minoría tolerada, como lo fueron los cristianos que vivían en regiones musulmanas. A las comunidades judías se les permitía hacerse cargo de sus propios asuntos cívicos, emitir sus juicios religiosos y, en esencia, llevar una existencia tolerada. Por lo general, en la economía y el comercio interactuaban con la población musulmana de modo habitual y frecuentemente exitoso.
Para casi todos los judíos en Europa Occidental y Oriental, el mesianismo judío seguía dominando su teología. Como parte fundamental de él, estaba la creencia de que mediante la práctica rigorosa y sin falta de los contenidos de los mandamientos y el pacto con Dios, llegaría el “final de los tiempos” y los judíos regresarían a la Tierra de Israel. Esto los liberaría de su prolongado exilio. Se planteó una interrogante principal: ¿Deberían los judíos continuar a la espera del mesías o tomar una actitud proactiva y ser parte de lo que se percibía como un mundo cambiante a su alrededor?
La vida para los judíos en Europa continuaba siendo ardua. La exclusión rutinaria de la práctica de diversas profesiones, de escuelas y universidades y el estar confinados a vivir en regiones geográficas específicas en las ciudades, pueblos y zonas rurales era una situación normal. A partir de mediados del siglo VXIII, las posibilidades de persecución continua disminuyeron lentamente, a medida que en Europa se desarrollaba una etapa de emancipación. La idea fundamental que afectaba a tanto judíos como no judíos era hasta qué punto los derechos individuales podían sustituir o primar sobre el poder del autócrata. Estos fueron los temas centrales que impulsaron las revoluciones estadounidense y francesa. En situaciones en las que los judíos estuvieron expuestos a la literatura y a filosofías que abogaban por los derechos individuales, las líneas divisorias tradicionales de la comunidad judía, que a través de la historia ha sido autónoma, también comenzaron a derribarse. Este giro en la política y la vida política, en el que se abandonaba la imagen del autócrata odiado que durante siglos había castigado la vida y la propiedad judías, y se daba paso al fomento de los derechos individuales, era sin duda acogido por los judíos que vivían al margen de la sociedad y la economía. Como era de esperar, los judíos desarrollaron expectativas de que podrían llegar a ser aceptados como iguales en un mundo no judío. Desde mediados del siglo XVIII en adelante, los judíos en zonas europeas empezaron a cuestionar el papel que el judaísmo y la práctica de las tradiciones judías deberían desempeñar en un mundo en vías de modernización.
Algunos elaboraron o adoptaron nuevas sendas ideológicas en respuesta a la pregunta sobre la redefinición de sus tradiciones. El judaísmo reformista y conservador surgió como respuesta a la búsqueda de aceptación por el mundo no judío; para otros, la solución fue la conversión o el abandono total de las prácticas judías. Algunos acogieron ideales socialistas, manteniendo a la vez algunas prácticas religiosas, en tanto que otros se convirtieron al cristianismo. Ya en la década de 1840, pensadores judíos como Yehuda Alkalai y Zvi Kalischer, ambos rabinos, sugirieron por separado que la redención judía o la condición judía se podrían mejorar si su situación fuera el resultado de las acciones del hombre y no de esperar la intervención divina.
Alkali sugirió además que se usara el hebreo en las actividades de la vida diaria para unir a los judíos, en lugar de reservarlo para actos sagrados. En lugares donde se conocían y ponían en práctica los conceptos nacionalistas, grupos reducidos de judíos hablaban del nacionalismo judío, del establecimiento de un territorio judío o del sionismo como otra opción a considerar como medio para forjar la identidad judía.
El sionismo era atractivo para quienes habían estado expuestos a la libertad y buscaban disfrutar de tanto de libertad como de seguridad, pero en su propia tierra, la Tierra de Israel. Ese era el eje central del sionismo: ya no querían estar a merced de la actitud incierta de otros frente a los derechos de los judíos. Los judíos querían controlar su propio destino en su propia tierra. En la década de 1880, muy pocos judíos que habitaban el Medio Oriente se sentían lo suficientemente apasionados por la causa sionista como para trasladarse a la Tierra de Israel; aun así, hubo una inmigración a pequeña escala de judíos provenientes de Yemen al final de ese siglo. La gran mayoría de los judíos que inmigraron de Europa y Norteamérica en los siglos XVIII y XIX estaban poco interesados en el desarrollo del sionismo o en apoyarlo. A mediados del siglo XIX, muchos judíos vivían en entornos no democráticos; un siglo y medio después, la mayoría de los judíos vivía en democracias en las cuales la voluntad y los caprichos de otros no determinaban la vida judía.
Concentración geográfica de la población judía mundial en 1880 y 2009
Año | EE. UU. | Europa/Rusia | Palestina/Israel | Total |
1880 | 230 000 | 6 858 000 | 24 000 | 7 800 000 |
2009 | 5 564 9000 | 1 492 700 | 5 660 400 | 12 802 100 |
Como era de esperar, el sionismo tuvo mayor acogida en aquellas regiones donde los judíos habían estado sometidos a una opresión sistemática, donde el gobierno aprobaba el antisemitismo y los actos violentos contra los judíos eran más frecuentes. En Alemania, en la década de 1870, el antisemitismo adquirió una dimensión racial, y en Europa, los pogromos —o atentados contra la vida y la propiedad judías—, se tornaron más frecuentes e intensos. En vista de que la práctica abierta de su fe llevaba a que los judíos se vieran privados de igualdad civil, muchos pensadores sionistas, aunque no todos, elegían llevar una vida judía de forma secular como parte de su naciente filosofía nacional en evolución. Por esto se dio con frecuencia un rechazo a mantener los lazos con las tradiciones talmúdica y rabínica. Para los primeros sionistas, las referencias históricas a la Biblia se tornaron más importantes que la práctica religiosa, no obstante, una cantidad considerable de judíos ortodoxos también acogió la idea de restablecer la presencia judía en Palestina. En la etapa temprana, algunos sionistas pretendían únicamente un renacimiento cultural, según lo recomendado por Ahad Ha’am, una renovación del hebreo como idioma hablado o literario, no solo como idioma de oración; otros pensadores nacionalistas judíos querían permear su sionismo con ideales socialistas. Sin embargo, un hilo común de todos los sionistas era el esfuerzo por renovar su identidad y labrar su futuro en un territorio nacional judío. Aun así, independiente de cuán “revolucionario” fuera el sionismo, solo una porción mínima de la población judía mundial lo practicaba y apoyaba.
La condición tan precaria que vivían los judíos, incluso en países liberales como Francia, se hizo evidente nuevamente en el caso Dreyfus. Los acontecimientos que se desarrollaron influyeron en Theodor Herzl y lo llevaron a escribir en 1896 El Estado judío, un escrito en el que hacía un llamado a los judíos a dejar de lado sus inseguridades y establecer su propio Estado. Alfred Dreyfus, un capitán militar judío francés, fue acusado falsamente y declarado culpable de proporcionar secretos militares al Gobierno alemán. Al ser testigo de este juicio en el lugar más inesperado, la liberal Francia, Herzl reconoció que los judíos como Dreyfus, sin importar dónde estuvieran, nunca estarían seguros. Herzl plasmó un tema ya latente sobre la lucha de los judíos por disfrutar de libertad y seguridad en su propia tierra.
En agosto de 1897, Herzl organizó el primer congreso sionista en Basilea, Suiza. Más de 200 delegados sionistas de todo el continente europeo llegaron con su energía y presentaron sus diversas opiniones en la primera reunión de la Organización Sionista Mundial. Ya durante las dos décadas previas, unos 15000 judíos habían inmigrado a Palestina, provenientes de regiones de Europa y el Medio Oriente; sin embargo, a diferencia de los judíos que hasta 1882 habían visitado la Tierra de Israel, esta nueva ola de inmigrantes traía consigo algún grado de objetivos nacionalistas políticos. Reforzados por siglos de antisemitismo y unidos por el judaísmo, los sionistas se valieron de sus experiencias comunitarias ya desarrolladas para crear una nueva manera de vivir. A pesar de que continuaban las negociaciones con quienes detentaban el poder político, los judíos ya no se centraban en asegurar los derechos y privilegios en terreno ajeno; ahora mantenían negociaciones diplomáticas para la concesión de derechos en lo que esperaban llegaría a ser su propio hogar nacional. Los sionistas pasaron gradualmente de ser un grupo de personas sin poder a adquirir y ejercer influencia política.
En un principio, los sionistas eligieron una de dos vías en su esfuerzo para lograr la soberanía nacional. La primera, se centraba en obtener la autorización diplomática y la protección física de una gran potencia o de un grupo de potencias; en esto consistía el sionismo político. La segunda vía consistía simplemente en crear hechos. Esto significaba construir su propio hogar —inmigrar, adquirir tierras en la Tierra de Israel y crear enclaves, pueblos y asentamientos— y posteriormente solicitar la autorización de los poderes que poseían influencia sobre el Medio Oriente; en esto consistía el sionismo práctico. Los sionistas debatían entre ellos sobre cuál de la dos vías era la mejor. En las primeras décadas de 1900, las dos vías confluyeron para constituir una tercera. Surgió además otra corriente del sionismo, que pretendía conseguir el establecimiento y asegurar la presencia judía en la Tierra de Israel por medio de la fuerza. Las diferencias sobre la definición del sionismo y sus tendencias económicas, sociales, políticas, religiosas y filosóficas persistieron. Sus combinaciones eran variadas: capitalista, socialista, marxista, rural, urbana, religiosa o secular. Sin una corriente política predominante, la práctica del sionismo en la Tierra de Israel se mantuvo diversa, en ocasiones contenciosa, pero siempre dinámica. Independiente de las perspectivas de un inmigrante individual y su posterior evolución, la vida en Palestina no era fácil, en ocasiones era lo suficientemente difícil para hacer que algunos que habían sido partidarios del sionismo desistieran y optaran por emigrar a otra parte. Los acontecimientos cambiantes en el Medio Oriente, Palestina y Europa durante las dos primeras décadas del siglo XX influyeron considerablemente en la marcha de la historia sionista y, en especial, en la habilidad de crear un lazo entre la gente y la tierra. Los judíos que inmigraron o contribuyeron en la evolución del movimiento sionista crearon instituciones para satisfacer las necesidades inmediatas. Algunas organizaciones, como la Asociación para la colonización judía de Palestina, precedieron a la fundación de la WZO; otras, como el Fondo Nacional Judío, el Fondo Colonial Judío y la oficina en Jaffa/Palestina de la WZO, surgieron a partir de la WZO. Estas organizaciones y decenas de otras más pequeñas ayudaron a los judíos a acelerar su lento proceso de transición hacia una nueva vida en Palestina, y a restablecer y consolidar allí una presencia demográfica judía, reducida pero vibrante.